lunes, 30 de agosto de 2010

Internet, te amo, te odio y dame más.

Los mails tardan en abrirse. Los archivos no bajan más. No puedo enviar esos audios que necesito a través de la web. Gtalk se inhabilita porque sí. El msn se cae una y mil veces. Esto no puede ser cierto, no un lunes...

Comienzo a desesperarme, salto de una página a otra compulsivamente. El doble click se transforma en quíntuple y hasta séxtuple click como creyendo que de esa manera la orden que doy es mas clara y más efusiva. Nada, el señor que está al otro lado de la pantalla seguro está tomando mate y se olvidó de hacerle caso a mis órdenes (Porque así funciona esto, ¿no? Hay un señor del otro lado que, al igual que las viejas operadoras de teléfono, va recibiendo nuestras órdenes y apretando botoncitos para que se concreten, así es ¿no?)

Entro en pánico. Respiro profundo, intento tranquilizarme, cuento hasta 100. De repente se me ocurre la genial idea de que esto no puede ser otra cosa que una terrible pesadilla. Sí, estoy en una pesadilla. Me pellizco para despertarme y... No, no era una pesadilla. Ahora me duele la falta de conexión y también el pellizcón que me autopropiné, pero más lo primero que lo segundo.

Sacando la veta graciosa de esa desesperación que me invade y que casi bordea la locura, los días en que Internet anda mal, o anda con una lentitud digna de tortuga o directamente no anda, me pregunto inevitablemente ¿Cómo hacían los periodistas para trabajar hace algunos años sin esta herramienta que hoy en día se convirtió en la mano derecha de cualquier trabajador?

Sin Internet y sin celular, mi trabajo parece imposible de hacer. Desde el acto más sencillo, enviar un mail a alguien; hasta el más complejo, quedan en la nada, son una misión imposible que ni Tom Cruice podría llevar a cabo.

¿Se imaginan produciendo un programa, ya sea de TV o radio, sin celular, sin mail y sin chat? ¿Cuánto más caro sería y cuánta energía de más tendríamos que poner al servicio de ese acto? Todo lo que hoy hacemos con cierta facilidad, como armar una agenda de medios, coordinar entrevistas o simplemente enviar información, sería una tarea casi titánica.

Sí, ya lo sé, los periodistas de antaño así lo hacían y ninguno murió en el intento. Lo sé. Sin embargo, cuando tengo estos días donde la tecnología está en una vereda y yo en la otra, intento imaginar cómo sería mi vida sin Internet y la verdad, que no lo imagino.

Soy rehén de esta fantástica herramienta, y mientras más beneficios y facilidades me da, más rehén soy, porque el día que me faltan, el día que se cortó una fibra óptica en la Conchinchina o hay una tormenta, o lo que sea, yo no sé cómo se hace para transitar el día decentemente y sin sentirme una desquiciada y una adicta.

Casi me animo a establecer un paralelismo entre la relación que entablamos con Internet y la que entablamos con alguien cuando nos enamoramos. Esa relación de dependencia (que no debería ser tal) es tan importante que cuando está, todo es magia, todo fluye, te sentís feliz y dueño del mundo. Cuando no está, cuando se va y te deja porque sí, sos un despojo humano, no sabés para dónde salir corriendo ni cómo hacer para vivir sin el otro. Con el tiempo vas aprendiendo y cuando te deja el ser en cuestión, no te desesperás ni lloras desconsoladamente. Ahora, si te deja Internet, todavía no sabés cómo no sumirte en la más profunda desesperación. ¿O no?

Ante todo esto, la buena noticia es que, así como nadie muere de amor, nadie muere sin Internet. Y yo, mientras espero que los audios se adjunten, las páginas se abran y gtalk se digne a quedarse más de 15 minutos conectado, voy escribiendo este post. Al fin y al cabo, estar un poco sin internet no está tan mal, ¿no?

miércoles, 25 de agosto de 2010

Pedigüeña

En mi otra vida, si es que es verdad eso de que hay otra vida, quiero ser una hija malcriada.
Quiero tener caprichos y que me den con todos los gustos.
Si le pido a Papá Noel, a los Reyes Magos y a todos los santos, ¿me concederá el deseo?

viernes, 20 de agosto de 2010

Mi amiga en la gran ciudad.


Ella es mi amiga del alma. No de esas que elegí cuando era una niña y, no obstante la corta edad, con excelente tino. Ella es de esas que uno elige de grande, sabiendo bien lo que elige y por qué lo elige.
Ella es mi maestra. La que cuando salí de la facultad me encontró y me recibió con los brazos abiertos.
La que me enseñó a amar mi profesión de un modo que es imposible de explicar, como ella y yo sabemos que se ama el periodismo.
Ella es amor. Es entrega absoluta. Ella es dueña de una generosidad que pocas veces vi en mi vida y, hay que decirlo, de los ojos más celestes que ví alguna vez.
Ella es hoy mi hermana, conocedora de mis secretos más profundos. Mi ángel guardián.
Ella, esa de la que les hablo, me enseñó que todo se logra con tenacidad y por eso mismo, hoy está perdida en una de las ciudades más increíbles del mundo.
Soñamos en un principio con hacer la travesía juntas. Era un sueño demasiado loco. Lo soñamos y se dio sólo para una. ¿Importa? Ni un poquito.

Perdida en Shanghai, recién llegada, me habla por teléfono. Se le adivina la felicidad y la sorpresa ante esa ciudad en cada palabra.
Me cuenta que va en el subte con aire acondicionado, sí, con aire acondicionado porteños (no vale morirse de envidia) Me cuenta que es todo increíble, que es de día y que no deja de sorprenderse ante cada detalle.
Yo, que ya adivinarán soy bastante floja, me emociono profundamente.
Me emociono porque pienso que en la otra punta del mundo pensó en llamarme, me emociono porque su felicidad me hace tan feliz, que no puedo dejar de sentirla propia.
Me dice que me extraña, que soy su mejor compañera de viaje (hemos viajado mucho juntas y somos una dupla perfecta) y que sabe que como nadie estoy disfrutando este viaje con ella. No se equivoca, porque yo, que estoy frente a esta computadora intentando terminar con todo el trabajo atrasado, tengo un tercio de mi cuerpo y mi cerebro en Shanghai junto a ella. Y con eso que parece ser tan poquito, soy inmensamente feliz, sólo porque ella, mi compañera, mi hermana, mi amiga, mi socia, es en este momento feliz de verdad.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Hay distancias que duelen.

Tengo a gente que amo, que amo de verdad, lejos, muy lejos y esas son las distancias que me duelen.
A veces quisiera darles un abrazo enorme, poder contener. O que me abracen, que me contengan.
Pero están los kilómetros en el medio y sólo puedo transmitir mi amor por medio de estas teclitas o a través de un llamado.
Mi amiga, mi hermana del alma, esa que conozco desde jardín, hoy necesita mi abrazo, y yo me muero por dárselo, pero no puedo. Unos míseros 200 kilómetros me separan de ella.
Le hablo por el chat, le digo cuánto la amo, que todo va a pasar, que todo va a mejorar. Un poquito sirve, me dice que mi abrazo le llega. Y yo me lo creo, me lo creo porque de verdad quiero que un poquito de ese abrazo le llegue, me lo creo porque nada me gustaría más que aliviarle este dolor.
Y escribo, y le hablo, y cada palabra, cada letra es mi forma de abrazarla. La rodeo con todo el amor que tengo transformado en vocales y consonantes. Y escribo, y escribo, y escribo, y parece que cada toque de mis dedos en las teclas es un paso que doy en esta carrera por estar cerquita, por mimarla, por cuidarla de los golpes de la vida.
Ojalá sirva, porque si sirve, si todo lo que escribí la hizo sentir un poquito mejor, si todo lo que dije y le llegó a través de la pantalla de la computadora la hizo sentir abrazada por mi, entonces todo tiene sentido, hasta esta dolorosa distancia.