Hace dos días que la mujer maravilla, esa que me creo que soy cuando me calzo el disfráz para salir todos los días a la calle, para desempeñarme en la vida como profesional, como mujer, como madre, como amiga, como hermana, dejó paso a la otra mujer que hay en mi, a la que parió, a la que dio vida.
Y es que mi hijo mayor, suena a tanto y son apenas 7 años, se va de viaje por primera vez, a otra provincia y por 3 días. Y no, cuando digo a otra provincia no hablo de 500 kilómetros de distancia. Hablo de apenas 130 km, pero que claro, a mi me parecen miles.
Y yo, la que siempre fue independiente, la que desde chica se iba a dormir sin problemas a cualquier lado y la que cría a sus hijos día a día inculcándoles esa libertad, la que quiere que vivan sin miedos, la que los quiere independientes de mamá y papá, esa misma, hoy no puede con sus miedos.
No, no me preocupa que no pueda cortarse la milanesa del almuerzo, o que decida no bañarse y andar tres días sucio (al fin y al cabo lo hará miles de veces en su vida y yo no podré hacer nada). Tampoco me preocupa que se mande una travesura de chico o que coma mal. No me desvela que no se ponga protector o repelente para mosquitos. Tampoco me importa que ande en remerita y desabrigado ignorando los 4 buzos que seguramente le pondré en el bolso. La verdad, la pura verdad, es que todas esas cosas me tienen sin cuidado. Me importan poco y casi nada, es más, me importan nada.
Me preocupa el viaje en colectivo. La ruta. Que ante su inocencia alguien pueda hacerle mal. Y un sin fin de cosas irreproducibles que se me cruzan por la cabeza sin que yo pueda controlarlas. Me preocupa que pasen esas cosas irremediables de la vida, esas que nos marcan y cambian para siempre.
Busco explicaciones en mi cabeza a estos miedos, hace dos días que las busco, y de repente, lo entiendo todo. De pronto me remonto en el tiempo y vuelvo 7 años atrás. Me veo en la clínica con mi bebé en brazos y me acuerdo, con una claridad abrumadora, lo que sentí en ese momento. Mientras miraba a Tiago tan chiquito, tan mío, tan indefenso, sentí por primera vez en la vida que a partir de ese momento yo era vulnerable para siempre, que ahora ese ser me volvía la persona más vulnerable del mundo porque si algo le pasaba, mi vida y mi mundo nunca más volverían a ser los mismos.
Esa misma sensación de vulnerabilidad me invadió una vez cuando estuvo muy enfermo y me vista de nuevo ahora.
Y sé que nada puedo hacer, que tengo que dejarlo volar y sentarme a amasar y a domar mis miedos. Sentarme a esperar que todo salga bien, que la vida decida no golpearme a través de lo que más amo.
Y me siento y espero. Y sé que todo saldrá bien y que algún día recordaremos este viaje como uno más de los que seguramente hará en toda su vida.
Y sé que voy a despedir a mi hijo con una sonrisa, llenándolo de besos y seguridades, aunque yo por dentro me quede temblando como una hoja mientras pongo a correr el cronómetro que active la cuenta regresiva de las horas que faltan para que vuelva a abrazarlo.
La pucha, qué fácil había resultado ser la mujer maravilla y que difícil ser esta mamá llena de miedos.